No hay nada más difícil de frenar
que la intrahistoria. Y cada vez menos, pero no porque el momento sea decisivo,
ni porque vayan a cambiar muchas cosas en poco tiempo. Ahora es más difícil porque
ya no está reservado su relato a los observadores; ahora son los mismos
protagonistas quienes informan al resto de la humanidad de lo que está
ocurriendo. La intrahistoria corre como la pólvora de un sitio a otro, sin
océanos, sin fronteras, sin barreras… Los observadores se pondrán sus gafas
ideológicas y filtrarán la intrahistoria para contarla como más les interese.
Lo que ha cambiado es que su versión ya no tendrá que esperar a que, pasados
los años, se debata en algún foro de expertos o aficionados sobre “la verdad”
de lo ocurrido y que, a su vez, aplican su propio filtro y lo analizan a través
de su propia experiencia, alejada de los que aquél suceso, cualquier suceso,
vivieron. Ahora, esas versiones de los observadores son revisadas al momento,
apoyadas o rebatidas en tiempo real, sustentando los argumentos en la propia
experiencia que se está viviendo. Así, en gerundio. Bailan las cifras que las
imágenes desmienten, bailan los datos que la realidad niega, y tiembla el
observador al comprender que está en juego su relevante papel de antes.
Pero, ¿qué está pasando en la
intrahistoria? Se mueven como hormigas pequeñas legiones de ciudadanos
socorriendo a ciudadanos abandonados; legiones de ciudadanos defendiendo
derechos que les están siendo usurpados; legiones de ciudadanos plantando cara
a las decisiones que les acorralan. Y más legiones, como hormigas laboriosas, construyendo
los cimientos de lo que aún no es visible.